jueves, 3 de junio de 2010
Conversación con Andrés Ajens
By Guido Arroyo
(Universidad de Chile, Santiago, Chile)
“Vas, vienes/ por el cruce de leones/ de afuerinos fieros/ caminos, dice ¿quién dice?/ cruce de cruces también/ pues la colonia se repite/ y se reparte: Bis/ mark…”. Estos versos aparecen en el libro con dado inescrito (La Verbena, 2009), reciente publicación del poeta, ensayista y traductor Andrés Ajens (Concepción, 1961). Su obra poética, punzante, intertextual e interidiomática, subraya el nexo como la escisión entre poema (occidental) y escrituras americanas, particularmente en clave sur-andina. Los versos citados resultan atingentes en tiempos en que el Walmart llega a pasos agigantados al Cono Sur, y develan uno de los temas fundamentales que ocupan a este autor: la Conquista y sus cruciales implicancias. La Conquista, sin embargo –subraya–, “no como cosa del pasado, o no meramente del pasado, sino como programa operante hoy por hoy y, lo más terrorífico y a la vez lo que lo mantiene abierto, como acontecimiento por venir”.
Dentro de su fructífera trayectoria, Ajens ha publicado los libros de poesía Conmemoración de fechas inciertas fechas y otro poema (Intemperie, 1992), Más íntimas mistura (Intemperie, 1998), No insista, carajo (Intemperie, 2004), además de los –por así llamarlos– ensayos narrativos La última carta de Rimbaud (Intemperie, 1995), y el El entrevero (Cuarto Propio/Plural, 2008), y la traducción de Poemas inconjuntos, de Alberto Caeiro (Dolmen, 1996). Con el título Quase Flanders, Quase Extremadura, la poeta canadiense Erin Mouré editó una selección de sus poemas traducidos (CCCP, 2001 / The Left Hand, 2008). Actualmente coordina con Vicky Ayllón y Jorge Campero, la revista Mar con Soroche (Santiago/La Paz) y, con el lingüista aymará Zacarías Alavi, lenguandina. También está a cargo de la editorial Intemperie. Próximamente aparecerá un libro de textos ensayísticos titulado La flor de extérmino / Poesía tras la invención – de América (La Cebra, Buenos Aires) y, en traducción al inglés de Michelle Gil-Montero, Don’t Light the Flower, y amenaza con un nuevo libro de –entre comillas– poesía.
Escribir, digerir
En la mayoría de tus libros te ocupas de la edición material dejando una huella biográfica. En La última carta… anexas documentos que atestiguan tu paso por Nepal.
En el Carajo bien poco, más bien allí hay en los últimos textos una suerte de desarme del yo-yo. En general, soy poco autobiográfico, entendiendo que todo texto no puede sino ser autográfico también. Dar señas de quien lo escribe y a la vez dejar venir otra cosa. En la Mistura me parece que tampoco hay mucho yo operando. Pero tampoco hay que satanizar el índice del sujeto yo, porque entre otras cosas no necesariamente ese yo está identificado con el que firma.
¿Cómo pensaste el montaje de tu libro El Entrevero, donde se intercalan cartas, correos electrónicos, fragmentos de diario, y de fondo opera un continuo ensayo que se va entramando con las otras narraciones?
Existe un cierto esquema narrativo operando, pero es muy quebrado. Si alguien quiere verle una secuencia narrativa, tiene que ponerle de su cosecha. A la vez hay otros pasajes más cercanos a lo que se nomina como ensayo. Mi preocupación era hacer una digestión con la experiencia de eso que podríamos llamar lo Andino. No hay exclusivamente lugares bolivianos, porque también corre viento de escenas parisinas y peruanas. Tal como en La última carta de Rimbaud, es una digestión de la experiencia con lo entrecomillas francés. Es un proceso interminable la digestión de cada una de esas experiencias –que nunca terminan– pero son momentos de aconchamiento especial, y a la vez hay un cierto juego entre París y La Paz. El París de Rimbaud de comienzos del siglo veinte es como un lugar universal, y La Paz y lo Andino–Aymara vendría a ser uno de los tantos nombres de lo singular, que a su vez sería uno de los nombres del París de hoy, donde no hay universal que se sostenga. Ya no se podría componer un Canto General, más bien hay una preocupación por las singularidades y las diferencias no automáticamente traducibles y con esto que por ahora no sé si llamarlo occidental o simplemente: lo que nos toca.
Hay una constancia en tus textos en prosa por generar una escritura que deviene en –por así decirlo– un ensayo crítico, pero matizado del cruce con la experiencia.
Es que no se puede escribir sin leer. Y leer no sólo lo más marcante de la tradición poética sino que otro modos de escritura. Entonces son digestiones, procesos de dar cuenta de encuentros entre textos y escrituras marcantes. Si hay algo de originalidad romántica o moderna, marcada en ciertas prosas huidobrianas donde habla de ser el primero, etcétera, etcétera; si existe esa originalidad o diferenciación, se da en tanto pueda dar cuenta a partir de lo que quedó, de la tradición entendida como lo transmitido, de lo dado. En el caso de Rimbaud y su escritura, a la vez hay un ejercicio de dar cuenta de la experiencia y la relación con la lengua y poesía francesa, pero también con la vanguardia en su conjunto. Esa digestión permite leer a todo el lote de la vanguardia latinoamericana menos desprevenidamente, y a la vez catear cómo eso se aparta de esa herencia. Pero, en general, mis textos no tienen un tono crítico, en el sentido del juicio crítico, sino de lecturas que entran en juego con otras, procurando no ponerse por encima ni diferenciar al otro texto como objeto. Muchas veces hay gestos críticos que se presentan como recepción, pero pareciera que allí tales textos (críticos) no estuvieran en juego como textos.
Las vanguardias y lo Neo
Me llama la atención una aseveración que se realiza en El entrevero, eso de que la poesía postmoderna latinoamericana la inaugura, al decir de Paz, “la tradición de las vanguardias”.
Ahí se juega un poco con el modernismo en castellano. La poesía post-modernista vendría a ser sencillamente la vanguardia, la que viene tras el modernismo (Darío y compañía), o sea: Huidobro, el Ultraísmo, etcétera. Mi objetivo era desordenar un poco la noción o la clasificación del postmodernismo, hacerle un guiño a la rara tradición hispanoamericana de los términos, porque en francés –de donde viene la noción de vanguardia– no sucede así.
Edgar O’Hara, en Los madres y desmadres, cuestiona la “mañosería atroz” de las teorías postmodernas y su tráfico por estos pasajes. Declara que en la poesía no existe nada nuevo pues “arde la urgencia del lenguaje que se aferra al transcurrir al mismo tiempo que arde en deseo de permanencia”.
Podría decirse que todos esos esfuerzos son parte de la tradición de lo Neo. Independiente de los nombres, tal vez ahora habría una inflexión donde se podría decir que Huidobro, Neruda, Vallejo, incluso que Borges –y podríamos seguir nombrando otros– no leyeron o no tuvieron una preocupación por escrituras que alguien hoy día podría llamar Coloniales. En parte porque no estaban tan disponibles, pero en parte también porque estaban lanzados hacia lo Neo, arrancando del pasado. Nadie estaba leyendo las crónicas de la Conquista, o sólo para aspectos puntuales.
Se quedaban en Sarmiento…
Claro. Y el Sarmiento es el Neo por antonomasia. Independiente de los nombres que uno le ponga, los usos del postmodernismo como categoría son múltiples y la mayor parte de las veces continúan la tradición de las vanguardias, pero en algunos casos sirve para nombrar una detención del envión Neo. Eso es interesante, pues el antes o un cierto atrás puede ser más anticipador de futuro, en la medida que ahí están las bases de las cosas que se desarrollaron después. Algunos siguen programados por lo Neo, pero yo diría que los escritores más interesantes de hoy… están metidos con otros modos de escritura, no necesariamente de libros, están metidos en los primeros acuñamientos del encuentro con esta alteridad que llamamos provisoriamente “americana”. Hay ahí un giro que permite la apertura a otra cosa. Que no necesariamente es nuevo, porque en definitiva puede ser lo más viejo de lo viejo, aunque inadvertido, y que abre un forado diverso, inaudito, a lo que habrá sobrevenido.
Sólo es nuevo lo que se ha olvidado…
O lo que no se logró olvidar porque no logró ser oído. En Sarmiento urge la necesidad de pasar rápido a otro estadio, llámese Francia o Estados Unidos, ser modernos, desarrollados… no hay ninguna lectura de la tradición española conquistadora, y menos de las tradiciones no occidentales americanas.
La experiencia a la hora de cruzar lenguas
Qué opinas de la apreciación de Giorgo Agamben en la que afirma que la experiencia en Baudelaire aparece en el momento de la destrucción de la experiencia, propiciada por la ciudad moderna. ¿Crees que habría una relación con Rimbaud?
Rimbaud leyó a Baudelaire y fue marcado, sin duda, pero a la vez consideraba que era demasiado artístico. Le reclamaba menos compostura, consideraba que volvía artificioso el acto de dar cuenta de la experiencia (experiencia que no tuvo que esperar a la ciudad moderna o a la primera Guerra Mundial, como argumenta Benjamin, para estar “destruida”, desnaturalizada de entrada). Ahora, Rimbaud es como un rayo. Escribe lo que escribe en muy pocos años y explora algo muy subjetivo, como es la Temporada en el Infierno. Luego escribe algo máximamente objetivo como es Iluminaciones, y después manda todo al carajo, desdeña el camino del arte. Ahora, no diría que hay experiencia sin escritura, sino que la escritura misma –además de ser una experiencia– constituye, da lugar a lo que llamamos experiencia. La escritura no viene a notificar un registro de algo previo, sino constituye lo que es y, a la vez, se vuelve una promesa de porvenir que se juega en esa memoria. No hay una separación entre memoria, experiencia y posibilidades de futuro, está todo imbricado. En parte las decisiones (más o menos impuestas o deliberadas) de qué memoria, tienen que ver con qué porvenir se abre. Eso implica una escritura tácita, por decirlo así, de lo que se busca no simplemente repetir. Así, dado que de alguna manera también la escritura está imbricada en el porvenir que se abre, escribir sobre o con el horror incide en qué horror viene o podría venir… Por eso, el mero reportaje del horror puede contribuir a darle vida, a prolongar ese horror.
En La última carta de Rimbaud hablas sobre las limitantes históricas que posee la inscripción escritural de Rimbaud. ¿No crees que esas limitantes iban a delinear la forma en que la institucionalidad literaria leería su obra y a su vez relación con la alteridad?
Las cartas de Rimbaud fueron inscritas dentro de la tradición literaria al publicarse algunas dentro de sus obras completas de La Pléiade (Gallimard) y, en general, por su posteridad crítica. Entonces uno se pregunta si los cheques que firmó entrarían o no dentro de su obra literaria si fueran consignados en sus obras completas… Parece un caso extremo, pero efectivamente dentro de las cartas hay pagarés. De hecho, a Neruda le regalan unas cartas que fueron escritas por una hermana de Rimbaud y él las dona a la Universidad de Chile de algún modo como parte de la obra de Rimbaud… Por otra parte, si hay un punto común entre Rimbaud y Baudelaire es la fascinación por lo nuevo y lo desconocido, asociado al viaje. Rimbaud sigue el programa de Baudelaire. En francés se diría una fuite en avant… una huida hacia adelante. Pero siempre los termina por atrapar porque a ambos los termina de atrapar… su madre. Eso ya no está ni en Celan, y ni siquiera estaba, por otras razones, en Hölderlin. En Hölderlin está el terruño, en Celan está la lengua, la referencia a la tierra es dada por una experiencia de la lengua de la cual no se puede escapar. Pero sí se puede horadar en sus cimientos que facilitan tal o cual porvenir. Por eso la preocupación por “hacerle algo” a esa lengua, pues mientras más se interviene más se localiza o deslocaliza la cosa. Más que lo desconocido, en Celan hay una relación con la alteridad que, por demás, nunca resulta absoluta.
Por otra parte, lo que reconocemos como poema o tradición literaria está marcada por una cierta lengua (lengua literaria), por una historia. Pero el poema no es dependiente de la historia, sino que la interviene, e incluso podríamos decir que es anterior a toda discursividad histórica. Sin embargo, habitualmente bajo el nombre de poema y de literatura es la historia de Occidente la que habla. Entonces seguir afirmando simplemente esa tradición sin cuestionamientos, es continuar la empresa de Conquista. Yo diría que el poema, sobre todo el poema castellano de los últimos cinco siglos, hoy se estrella, se comienza a estrellar, se encuentra con otros modos de escritura, en los cuales ya no se trataría como en el Inca Garcilaso de ponerle el nombre de poema a esos otros modos de escritura. Eso es traducir muy rápido, con el fin de explicar a los europeos que los incas no eran tan bárbaros como se suponía porque… tenían lo mismo que Occidente (poesía, filosofía, etc.). Aquel chancacazo y/o encuentro entre poemas y otros modos de escritura, nos presiona a preguntarnos hoy cómo responder a ese hecho. Un modo es abrirse a una escritura que no se nombre o no se legitime simplemente como poema, que se sitúe en la intersección de esa alteridad no nombrada y de la tradición literaria. Ahí operaríamos con un doble gesto. Por una parte, hacer que el poema vaya más allá de sí, tal poema fuera de sí (loco sin locus, si se quiere). Por otra, hacer estallar la tradición literaria en general. Creo que eso marca fundamentalmente un cierto incierto hoy, pero eso siempre estuvo allí… Eso fue lo que no quiso ver Sarmiento.
En ese espacio de intersección que nombras, se genera necesariamente un cruce idiomático.
En un sentido es la experiencia misma que uno tiene cuando prende la tele. Entonces lo extraño son los supuestos textos en un solo idioma. Pero, claro, no cualquier entrecruce de lenguas se iguala u opera lo mismo… Y esto lo digo en referencia al estrellarse de las lenguas occidentales y otras lenguas históricamente borradas por eso que llamamos cultura dominante… en la escuela, en las universidades, en los “poemas”.
Ya que estamos en este terreno. Hay un poeta llamado Edoardo Sanguinetti, que al igual que tú compone su obra con vocablos multilingües, incitado por la potencia significativa de esos vocablos y la impresión en el lector debido a los cruces que realiza. Barthes dice que esa decisión o elección se debe a un cuestionamiento implícito hacia cualquier tipo de arte realista “que se complace en describir la sujeción capitalista con la misma lengua de orden burgués”, asunto que a su vez sería una ironía no ingenua del lenguaje capitalista, logrando acercarse a la menipea descrita por Bajtin. ¿Qué opinión te parece esa parrafada de Barthes, poniéndolo en relación a tu escritura y decisión por el plurilingüismo?
Claro, hay una idiomaticidad que uno podría llamar lingüística. Hay otra idiomaticidad que uno podría llamar filosófica o literaria. Por otra parte, uno podría hablar de una lengua capitalista o de una lengua burguesa. No necesariamente la lengua que el capitalista ocupa, sino como un modo de capitalización de sentido. Ronald Kay se vuelve loco cuando los textos no están claros, y yo le digo que cuando un texto está demasiado claro, justamente es porque está ocurriendo la pérdida de la lengua, de la idiomaticidad o de la escritura; así puede suceder casi sin gasto la transferencia capitalista.
Hoy es más explícito que se escribe con o en la lengua y no, como decía Huidobro por ejemplo, sin lengua, sólo con imágenes. Toda imagen y aun toda idea se inscriben en lenguas u otros modos de inscripción. Uno podría llamarlo la materialidad, pero es a la vez completamente inmaterial. O tal vez habría que decir que hay lenguas de imágenes, y no una, universal o traducible sin más. Por otra parte, Primo Levi, en Si esto es un hombre, donde remite a su experiencia en el campo de concentración, deja venir múltiples lenguas en el texto. Había italianos, franceses, españoles, estaba el alemán… Babel es eso, diversidad de lenguas, cosa de todos los días, aun en el lugar más clausurado, y aun en una supuesta misma lengua… Entonces yo subrayaría la dimensión idiomática de la escritura en su diversidad, o de la diferencia que también pasa por singularidades idiomáticas. Esto, a diferencia del gesto tradicional de la vanguardia, que hacía que todo lo universal fuera identificado con París… hacía asimismo que Huidobro se pusiera de un día para otro a escribir en francés (justamente en nombre de la supuesta universalidad de la lengua de imágenes), César Moro también –aunque sabía francés mucho mejor que Huidobro–, y Gangotena en Ecuador, en fin.
¿Tiene una importancia fundamental en tu obra el sonido producido por las reiteraciones de grafemas o sílabas en vocablos diferentes?
Lo fónico como tal nunca me ha ocupado mucho. Menos la exploración de métrica fónica. Y sin embargo, no deja de haber una búsqueda rítmica y contra-rítmica. Pero más en el sentido de lo que planteaba Mallarmé en un texto llamado Crisis de verso, donde subraya que lo que se abre con el verso libre son escrituras rítmicas idiomáticas. Por tanto, cada escritura debe buscar su cadencia, sus cortes a partir de a qué está respondiendo.
Y qué te parecen los efectos de sentido que permiten cierta contra-rítmica. Pienso por ejemplo en el segundo texto de las Galaxias de Haroldo de Campos, donde el “cava calla trabaja allá…” se torna un mantra que descompone mensajes amplificando su potencia discursiva.
Hay algunas derivas del concretismo que a menudo terminan en formalismos, que finalmente los puedes poner en una computadora. Cuando las fórmulas empiezan a operar, se acabó el poema y empieza el programa. Y como la escritura a la vez es memoria de algo y promesa de una posibilidad imposible en ese momento, no hay programa que se conjugue con eso. Cuando el formalismo se come la escritura, se acabó lo que podemos entender por poema, lo inaudito, no-dado hasta ese momento. No todo concretismo cae en eso, de cierto. Haroldo de Campos cuenta con toda mi admiración, tanto en sus mejores momentos poéticos como, lo que a ratos es lo mismo, en sus exploraciones de traducción: contribuye a deslogocentrar la escritura poética, se abre con decisión a la experiencia del “más de una lengua” y su escritura-traducción del Génesis (A cena da origem) es textura de marca mayor…
No habría espacio allí donde se quiebra la palabra… ese verso de Stefan George, que tanto le gustaba a Heidegger.
No habría cosa allí donde falta o falla la palabra… Allí se subraya, me parece, que la palabra o la escritura en general “constituye” la cosa, no es su simple expresión o ropaje. Se co-instituye, se constituye escrituralmente eso que llamamos “realidad”.
El trauma del 73 y el regreso a las vanguardias
¿Y cómo entroncas las aseveraciones de Benjamin sobre la destrucción de la experiencia debido a la modernidad técnica?
Normalmente la noción de experiencia ha sido asociada a una experiencia que uno vive, que se le hace presente. Y eso está asociado, para decirlo rápidamente, con la metafísica, o a que uno vive o tiene una relación con el presente–presentemente, cuando lo que ocurre cada vez está marcado por señas, escrituras, y no existe una relación inmediata con la entrecomillas realidad. A ratos Benjamin está atrapado en eso. Pero si hay experiencia marcada por la escritura, si “lo real” inscribe y se escribe, y no como simple mediación o expresión de la susodicha cosa, es que la escritura le es constitutiva. Lo traumático deja huellas, probablemente más duras de leer o desarmarlas como trauma. El trauma es una situación tan compleja que te deja actuando compulsivamente. Freud ocupa la noción de juego como respuesta a la compulsión de repetición (o automatismo traumático), y en ese sentido una de las posibilidades de atender el trauma de la Conquista es que permite des-traumar el 73. La Conquista resulta más marcante/traumática que lo que llamamos “el 73”.
Hay un texto de la Guadalupe Santa Cruz, en que refiere al territorio de Pisagua, vinculando las fosas del 73 y del periodo de Ibáñez, todo eso leído en un afiche publicitario de excursiones turísticas que resalta el carácter turístico del lugar, pues cualquier resto que se halle en el suelo tiene un valor antropológico…
Cruce de huesos. Huesos de desaparecidos y huesos entrecomillas indígenas. Y huesos acaso también de algún picnic, de un pollo… ¿Cómo dar cuenta de la singularidad del acontecimiento del 73? Tal vez a partir de la diferencia con otra situación traumática que a su vez lo hace posible, y que él hasta cierto punto reitera. La singularidad del 73 es también su no singularidad, su reiteración única.
Willy Thayer afirma que el Golpe hace posible ver que los más de cien años de cultura democrática chilena, son a la vez el continuum de la violencia…
A la vez hay algo que corta, claro, que interrumpe. No es puro continuum. Por eso es traumático el 73. Me parece que el énfasis que quiere dar Thayer es de dotar de una historicidad a la violencia. El 73 es tremendamente marcante, pero al mismo tiempo ocurre como con las lecturas de la Revolución Francesa, que por mucho tiempo la analizaron como un puro corte (trauma significa por demás también “corte” en griego), cuando para calar esos hechos habría que ver también los basamentos y continuidades. Ahora, lo interesante de Thayer, que de repente le achunta muy finamente y de repente se va el chancho en sus extrapolaciones, es vincular al Golpe con las vanguardias. Que las vanguardias pre-anunciaron, prepararon o abrieron espacio para el Golpe, visible en el esfuerzo inicial de Pinochet por acabar con todo y partir de cero… Es una pregunta aún por elaborar y diferenciar. Vanguardias hay. Y vanguardias.
Ella repite el gesto…
Sí, es compleja y también hasta cierto punto inevitable la vinculación de Thayer (de las vanguardias) con el gesto dictatorial… Ya, voy a abrir un vino.
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